Reí suavemente, me giré y miré a mi alrededor. El paisaje invernal nos invadía. A lo lejos, muy a lo lejos luces parpadeantes, tiovivos, norias y gritos de euforia contenida.
Aquí encima la felicidad llegaba a puntos extremistas. Encima de aquel gelido y húmedo banco todo era cambiante, diferente, perfecto. Nada dolía, ni el pasado, ni su futuro, ni el mío. Nada de penuria agarrando el pecho. Solo la sensación de su mirada arropándome. De que el frío condensado que se escapaba de nuestras exhalaciones rozaba también lo perfecto. Porque nunca se acabarían nuestras tardes de invierno, nuestros cielos rosas, nuestra vida juntos.
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